viernes, 19 de octubre de 2012

10.- LAS MONJAS


LAS MONJAS
                                                 Basado en "Historia sexual del cristianismo" de Karlnheinz Deschner

- Como muchos hombres, también niñas y las mujeres entraban a menudo en una orden o casa de devoción, contra su voluntad. Los nobles más pobres eran quienes más empujaban a sus hijas a convento, luego el excedente femenino de la burguesía y las hijas de procedencia ilegítima. “Dios maldiga a quien me convirtió en monja (...)” se cantaba a mediados del siglo XIV en toda Alemania.

- Se tomaban bastantes precauciones para garantizar la protección de lo más sagrado de las hermanas. Crisóstomo, veía cómo, por una parte, las mujeres consagradas a Dios llevaban “una vida de ángeles” pero, por otra, “también” había “miles de malvadas” entre “estas santas” y ordena restringir al máximo sus salidas. Agustín, en sus “Costumbres de la Iglesia católica”, redactadas en el año 388, quería ver a las monjas “lo más alejadas posible” de los monjes, y “ligadas a ellos sólo por amor cristiano y afán de virtud”. Los hombres jóvenes no tenían acceso a ellas, incluso “los ancianos muy dignos de confianza” no pasaban de las salas de visita. Pero las monjas necesitaban sacerdotes para las misas y el emperador Justiniano autorizó a sacerdotes ancianos... o eunucos.
- En algunos conventos femeninos, el médico, debía ser muy viejo o eunuco. Se desconfiaba hasta de los castrados. Santa Paula ordenaba: “las monjas deben huir de los hombres, y no menos de los castrados”. En Occidente, a comienzas del siglo VI, Cesáreo de Arlas, autor de una regla para monjes y monjas, hizo tabicar todas las puertas de un convento femenino, excepto la entrada de la iglesia, “a fin de que ninguna saliera hasta el día de su muerte”. Algunos gobernantes laicos, como Carlomagno, también tuvieron que ordenar la estrecha vigilancia de los conventos de mujeres, prohibiendo la edificación de monasterios de monjes “a una distancia demasiado cómoda de los conventos de monjas”. Los sínodos no dejan de desaprobar que en estas casas hubiera “muchos recovecos y sitios oscuros, porque, se provoca la venganza de Dios por los crímenes allí cometidos”. Y concretan: “todas las celdas de las monjas deben ser destruidas, todas los accesos y puertas que den lugar a sospecha deben ser atrancados”. Exigen “vigilantes ancianos y respetables” y sólo permiten conversar con las monjas “en presencia de dos o tres hermanas”. Y establece: “los canónigos y los monjes no deben visitar conventos de monjas”.
- Tras misa no debe tener lugar ninguna conversación entre los religiosos y las monjas; la confesión de las monjas debe ser escuchada sólo en la iglesia, ante el altar mayor y cerca de testigos”. La constitución de las carmelitas descalzas prescribe: “¡Ninguna monja puede entrar en la celda de otra sin el permiso de la priora! so pena de severo castigo”. “¡Que cada una tenga la cama sólo para sí!”. “¡A ninguna hermana le está permitido abrazar a otra o tocarla en la cara o en las manos!”. “¡No se quitará el velo ante ninguna persona, a excepción del padre, la madre y los hermanos, o en un caso en que no llevar velo esté justificado!”. “Si un médico, un cirujano u otras personas que sean necesarias en la casa, o el confesor, entran en la clausura, dos hermanas deberán ir siempre delante de ellos. Si una enferma se confiesa, que otra hermana permanezca a una distancia que le permita ver al confesor”.
- El Concilio de Trento, en razón de las enormes proporciones del libertinaje de las religiosas, amenazaba con la excomunión a cualquiera que entrara en un convento de mujeres sin permiso escrito del obispo. Incluso el obispo sólo podía aparecer por allí en casos excepcionales y en compañía de “algunos regulares de más edad”. La Iglesia, todavía hoy, prefiere enviar a los conventos de monjas a clérigos inofensivos, “sacerdotes jubilados o achacosos” como lamenta una hermana recordando las “penalidades” de la vida antinatural de las monjas y aquella frase de San Francisco de Sales: “el sexo femenino quiere ser conducido”.
- En los monasterios mixtos –que existieron desde primer momento– debían haber medidas especiales de vigilancia. En tiempos de Pacomio, los monjes sólo podían visitar a las monjas con permiso de sus superiores y en presencia de “otras madres de confianza”, incluso cuando eran familiares. En la santa casa de Alipio, un edificio porticado cerca de Calcedonia, las “santas” guardaban “como regla y precepto, no ser nunca vistas por ojos de hombre”. Según las ordenaciones de San Basilio, la confesión de una monja también debía tener lugar en presencia de la superiora, y esta misma sólo podía estar con el director espiritual en contadas ocasiones y por muy poco tiempo.
- Pero, por mucho que se insistió en la estricta segregación de hombres y mujeres, con el tiempo los contactos se hicieron más estrechos, como si precisamente fuese la rigurosa separación lo que más hubiera avivado sus deseos de acercamiento. Los mismos fíeles denuncian “que, cuando los monasterios de ambos están cerca, los frailes entran y salen de los conventos de mujeres, viviendo unos y otras en una sola casa” y temen “que las monjas se dediquen a la prostitución”.
- En todo caso, en Europa Oriental recién se acabó con esa institución al a que se aferraba la iglesia, hasta comienzos del siglo IX y tras prolongada lucha. En cambio, en Occidente, donde el sistema de los monasterios mixtos –o vecinos– sólo surgió cuando ya estaba condenado en Oriente, se pudo mantener hasta el siglo XVI pese a todas las resistencias. En las casas fundadas en 1148 por Gilberto de Sempringham –en las que vivían setecientos monjes y mil cien monjas– las conversaciones se hacían a través troneras de un dedo de largo y una pulgada de ancho, que no permitían ver a la otra persona y que, además, estaban constantemente vigiladas por dos monjas, en el interior, y un fraile, en el exterior. Durante las homilías y procesiones del vía crucis, los sexos permanecían separados por cortinas, y las monjas no podían cantar ni siquiera en la iglesia, para no poner en peligro a los ascetas. Sin embargo, a “casi todas las santas doncellas” les hicieron “una barriga” y casi todas “se deshicieron en secreto de sus hijos (...)” Ésta fue la causa de que en la época de la Reforma se encontraran tantos huesos de niños en esos conventos, algunos enterrados y otros escondidos en los lugares que empleaban para hacer sus necesidades.
- Llegado el caso, los castigos sobre las monjas (o las canonesas) eran los más duros de la Antiguedad; eran cuando rompían el voto de castidad contrayendo matrimonio y se imponían excomuniones y penitencias de por vida, incluso a las arrepentidas. El primer sínodo de Toledo, en el año 400, ordenó: “Si la hermana de un obispo, un sacerdote o un diácono, estando consagrada a Dios, pierde la virtud o contrae matrimonio, ni su padre ni su madre podrán recibirla nunca más; el padre tendrá que responder ante el concilio; no se admitirá a la mujer a la comunión, a no ser que, después de la muerte de su marido, haga penitencia; pero si le abandona y desea hacer penitencia recibirá al final el santo viático”, “una monja en pecado, al igual que quien la haya seducido, cumpla una penitencia de diez años, durante los cuales ninguna mujer podrá invitarla a su casa. Si se desposa, sólo se le permitirá la penitencia una vez que se haya separado o que el marido haya muerto”.
- Para las faltas menores, la flagelación era la pena desde la Antigüedad. Tanto Pacomio –superior del primer monasterio, así como del primer monasterio mixto – como Shenute, el santo copto que gobernaba a dos mil doscientos monjes y mil ochocientas monjas, tenían una sospechosa debilidad por los castigos corporales. Luego, en España, las faltas de las monjas se castigaban con cien latigazos, cárcel o expulsión; a mediados del siglo VII, el sínodo de Rúan ordenó encerrar y apalear con dureza a las monjas licenciosas; una regla para monjas redactada por el obispo de Besancon, Donato, muerto en el 660, amenazaba con seis, doce, cincuenta o más fustazos a la que violara las normas. El Concilium Germanicum, primer concilio nacional alemán, convocado por Carlomagno en el 742 o 743, estableció una penitencia “en prisión a pan y agua, para las “siervas de Cristo” incontinentes y tres tandas de azotes seguidas del afeitado de cabeza –visto deshonroso en la Edad Media, y por lo demás un símbolo sexual de castración–, Obviamente, estos castigos eran aplicados también a las que hubiesen pronunciado los votos por la fuerza o siendo todavía niñas.
- En tiempos de Carlomagno ya había religiosas que fornicaban por dinero, y el emperador tuvo que prohibirles que hicieran la calle y las puso bajo vigilancia. Poco después, el sínodo de Aquisgrán proclamó que los conventos de monjas, más que conventos, eran casas de prostitución o lupanarios: una comparación que se repitió en el siglo IX. Al cabo de algún tiempo, ciertos conventos llegaron a superar a los burdeles que abochornaba a los jerarcas hablar de estos.
- En Inglaterra, donde casi todas las monjas se reclutaban de entre las upper classes, las relaciones sexuales entre príncipes y monjas eran gran tradición. En los conventos de mujeres rumanos, los viajeros, todavía en época moderna, disfrutaban de “una hospitalidad como la de los burdeles”. En Rusia las casas de monjas eran consideradas desde siempre “antros de corrupción en toda la regla” y, a veces, fueron convertidas abiertamente en casas de placer. La estrecha relación entre conventos y prostitución,  queda manifestada, por el lenguaje. La dueña de una casa de citas era llamada “abbesse” en la Francia medieval. En el alemán popular, la palabra “ábtissin” tenía igual sentido. Un teólogo católico califica de “característico” el hecho de que “en tiempos pasados se llamaba a los burdeles 'conventos' o 'abadías', y a sus inquilinas, 'monjas'”. Avignon y Toulouse tenían abadías obscenas de esa clase. Toulouse tenía un burdel llamado La Gran Abadía en la Rué de Comenge, etc.”.
- Desde Europa Septentrional –donde Brígida (1303-1373), la santa nacional de Suecia, se queja de que las puertas de los monasterios de mujeres están abiertas, día y noche, a laicos y a clérigos–, hasta Italia, las religiosas fueron desalojadas de muchos lugares, puesto que sus conventos, como se dijo en el desalojo de las monjas de Chiemsee, se parecían más a burdeles que a casas de oración, una comparación recurrente. “No era un lugar de piadosas enclaustradas, sino un lupanar de mujeres satánicas” dijo el obispo Ivo de Chartres, muerto en 1116, por el convento de Santa Fara.
- El fuerte incremento del número de órdenes femeninas en la baja Edad Media, aumentó aun más su carácter sexual. Hubo estruendosas orgías en el monasterio de Kirchheim, el de Oberndorf fue llamado el “lupanar” de la nobleza y lo mismo ocurrió con el monasterio de Kirchberg. En el de Gnadenzell, en Suabia, llamado Offenhausen (“casa abierta”), las monjas estaban “día y noche” a disposición de sus pudientes invitados. En 1587, se ordenó enterrar en vida a la abadesa, nacida von Warberg, a causa de sus relaciones con el canónigo. En Klingenthal, junto a Basilea, en 1482, se quiso “enmendar” a las monjas y éstas se defendieron con palos y atizadores; en la misma Basilea, algunas descontentas pegaron fuego a su convento. Los conventos de Interlaken, Frauenburn, Trub, Gottstadt, (junto a Berna), Ulm y Mühihausen también fueron abiertamente reconocidos como burdeles. El consejo municipal de Lausana ordenó a las monjas que no compitan a las rameras. Y el consejo municipal de Zurich aprobó una severa ordenanza “contra las licenciosas costumbres de los conventos de mujeres”. Consecuentemente, en 1526 las hermanas de Santa Clara, en Nuremberg, pasaron directamente de su convento a la mancebía.
- Los escritores italianos del Renacimiento cubrían a las religiosas de burlas y descrédito. Uno de los más importantes novelistas de su tiempo, Tommaso Masuccio, que vivía en la corte de Nápoles, afirma que las monjas tenían que pertenecer exclusivamente a los monjes, pero en cuanto anduvieran detrás de algún laico habría que perseguirlas. “Yo mismo”, asegura el autor, “me he visto metido en alguna situación parecida, no una sino varias veces; lo he visto, lo he palpado. Luego estas monjas dan a luz a lindos frailecitos, o bien se deshacen del fruto (...) Bien es cierto que los monjes, por su parte, se lo ponen fácil en la confesión, y les imponen un padrenuestro por cosas por las que le negarían la absolución a cualquier laico, como si fuera un hereje”.
- En una ocasión, llevado por los constantes chismes sobre ese lugar de perdición, el obispo de Kastel visitó el convento de Sóflingen, junto a Ulm, y encontró en las celdas una verdadera colección de dobles llaves, vestidos provocativos, cartas ardientes... y a casi todas las monjas embarazadas. Que una monja diera a luz era considerado un crimen especialmente grave, y a veces las demás hermanas se vengaban cruelmente de la embarazada por haber sido descubierta y poner en peligro el placer de las demás.
- En el siglo XII el abad Ailredo de Revesby da cuenta de una monja gestante en el monasterio de Wattum. Cuando se supo, unas pedían apalearla, otras, quemarla, y otras, tumbarla sobre carbones al rojo vivo, pero se optó por la opinión de algunas de más edad y carácter más compasivo, y la arrojaron encadenada a una celda, dejándola a pan y agua. Poco antes del alumbramiento, la reclusa pidió que la excarcelaran, ya que su amante, un fraile prófugo, iba ir a buscarla una noche, tras recibir una determinada señal; las hermanas lograron arrancar a la monja cuál era el sitio del encuentro y apostaron allí a un padre encapuchado, acompañado de otros hermanos que aguardaron ocultos y provistos de garrotes. El amante llegó a la hora prevista y, cuando estaba abrazando al padre disfrazado, fue capturado. Las monjas obligaron a la embarazada a castrarlo y a meterse sus genitales aún sangrantes en la boca, acabando ambos en prisión.
- A finales del siglo XIX, las monjas de un convento ruso retuvieron a un joven por cuatro semanas y le habían hecho fornicar hasta casi matarlo, quedó tan débil que ya no pudo reanudar el viaje y se quedó allí convaleciente y, al final, las monjas, temiendo un escándalo, lo despedazaron y lo hundieron, trozo a trozo, en una fuente.
- Como a las monjas no les era fácil encontrar un hombre, buscaban fuentes alternativas como lo hacían sus colegas masculinos. Si el tribadismo fue poco habitual en la Edad Media, en cambio debe de haber sido frecuente en los conventos. A menudo, las monjas, inflamadas de deseo hacia sus compañeras, recurrían a ciertas prótesis, que usaban en solitario o mutuamente. Ya la Poenitentiale bedae amenaza: “si una virgen consagrada peca con una virgen consagrada mediante un instrumento, sean siete años de penitencia”. Lamentablemente, la Iglesia se deshizo de esas reliquias espirituales. Pero la mayoría de las veces las hermanas optaban con soluciones más sencillas, como la mano, pero también otros objetos alargados disponibles en un convento, por ejemplo, las velas... A mediados del siglo XIX se consiguió localizar en un convento de monjas austríaco uno de los valiosos objetos de placer llamados “godemiché” (en latín “gaude mihi”  “me da placer”) o “plaisir de dames”: “(...) un tubo de 21,25 centímetros de largo que se estrecha un poco por uno de sus extremos, siendo el diámetro de la entrada más ancha de cuatro centímetros y el de la más estrecha de tres y medio. Los bordes de ambos extremos son abombados y estriados para intensificar la fricción. La superficie está decorada con dibujos obscenos que tendrían un obvio efecto erótico: la burda silueta de una vagina, la de un pene erecto y, por último, una figura marcadamente esteatopígica con el pene erecto o una especie de prótesis fálica. El interior del tubo estaba embadurnado de sebo”. Estos artículos habían alcanzado un refinamiento cada vez mayor, especialmente desde el Renacimiento italiano, cuando se podía contar con falos artificiales de los que pendían escrotos llenos de leche con los que, una vez introducidos en la vagina, se podía disfrutar de una eyaculación simulada en el momento decisivo.
- Catalina de Médicis encontró no menos de cuatro de estos arricies de voyage –llamados también “bienfaiteurs” (bienhechores)– en el baúl de una de sus damas de compañía. Las monjas consiguieron disfrutar de tales productos del desarrollo tecnológico, sobre todo en las regiones civilizadas. En Francia, al pene artificial para la autosatisfacción de la mujer se le llama ¡”bijoux de religieuse” (joya de monja)! Y cuando, en 1783, murió Margúerite Gourdan (Petite Comtesse), propietaria del mas famoso burdel de su siglo, se encontró entre sus pertenencias cientos de pedidos de tales bijoux monjiles, procedentes de diversos conventos franceses. Ella tenía una especie de fábrica de penes en la que se daría el acabado final a las codiciadas piezas, a las que se añadía un escroto relleno de un líquido que se podía inyectar durante el orgasmo. Aunque muchas monjas tuvieron a su alcance miembros no artificiales.
- Los casos de locura sexual en conventos de mujeres son incontables. Ya en la alta Edad Media, el dominico Tomás de Chantimpré señala burlonamente cómo los incubi daemones acosaban a las monjas con tanta insistencia que ni la señal de la cruz, ni el agua bendita, ni el sacramento de la comunión podían alejarlos. Esta erotomanía monástica culminó en los siglos XVI y XVII, era un impetuoso proceso de liberación psicótica por el que lo reprimido salía a la luz para evitar la total autodestrucción del cuerpo. Hoy se describe esta psicosis sexual: “Jovencitas que nunca han tenido una relación sexual realizan, en pleno delirio erótico, los movimientos del coito, se desnudan, se masturban con una especie de orgullo exhibicionista que el profano apenas podría imaginar, y pronuncian palabras obscenas que, según juran padres, madres, hermanos y hermanas, no han escuchado jamás”.
- Según Johannes Weyer, médico holandés, que fue el primero en protestar públicamente contra la obsesión cristiana con las brujas –su escrito De praestigiis daemonum, aparecido en 1563, fue incluido en el índice– pertenecía en 1565 a una comisión que investigaba nuevos “encantamientos” en el monasterio de Nazareth, en Colonia. “Su carácter erótico era evidente. Las monjas tenían ataques convulsivos durante los cuales se quedaban tendidas de espaldas, con los ojos cerrados, completamente rígidas o haciendo los movimientos del coito. Todo había comenzado con una muchacha que se imaginaba que su amado la visitaba por las noches. Las convulsiones, de las que pronto se contagió todo el convento, habían empezado después de que fueran atrapados unos chicos que, en secreto, habían ido a visitar a las monjas por las noches”.
- Un siglo después, el diablo se puso a copular con las ursulinas de Auxonne. Los médicos llamados a declarar por el parlamento de Borgoña no encontraron pruebas de ello, pero sí descubrieron en casi todas las monjas los síntomas de una enfermedad que tiempo atrás era conocida como “furor uterino”: “Un ardor acompañado de un ansia irrefrenable de goce sexual” y, entre las hermanas más jóvenes, una incapacidad “para pensar o hablar de algo que no tuviera relación con lo sexual”. Ocho monjas pretendían haber sido desfloradas por los espíritus. Eso ya no había quien lo remediara.