- El ascetismo cristiano
- El ascetismo fue celebrado como
ejemplarmente enérgico y heroico... Desde el principio lo abrazaron naturalezas
apáticas, minusválidas, personas frígidas, gente con una sensibilidad
deteriorada, a las que la disciplina penitencial les era fácil. El tipo humano
casto y penitente, glorificado por el clero es una persona débil, ideológicamente
embaucada, un subordinado que no quiere ser casto por propia iniciativa, sino
porque se lo han sugerido y se lo han inculcado formalmente desde pequeño. Un
hombre así se convierte en fanático por dependencia, por debilidad antes que
por autarquía. Nietzsche califica al fanatismo como la única “fuerza de la
voluntad” a la que el débil puede ser atraído, y a los ascetas como “simples
burros robustos” y “lo absolutamente contrario a un espíritu fuerte”.
- Aunque hay toda clase de formas de
cristianismo, incluso alegres, gozosos, activos. Pero la iglesia exaltó
especialmente a los ascetas, a los que lastró con la mortificación para poder tutelarlos
mejor, enseñando el más extremo menosprecio de la vida.
- Clemente de Alejandría fue el primero que
llama ascetas a los cristianos entregados a la abstinencia radical y proscribe
el maquillaje, adornos y el baile, recomienda renunciar a la carne y el vino
hasta la vejez. Su sucesor Orígenes exige una vida de constante penitencia y
lacrimógenas meditaciones sobre el Juicio Final. El obispo Basilio, santo y doctor
de la Iglesia –el más elevado título en la Iglesia católica; que sólo lo tienen
dos papas entre doscientos sesenta y dos–, prohíbe a los cristianos toda
diversión, hasta la risa. Gregorio de Nisa compara la existencia con un
“asqueroso excremento”; para Zenón de Verona la mayor gloria de la virtud
cristiana es “pisotear la naturaleza”. San Antonio, el primer monje cristiano
conocido, ordena “permanecer iguales a los animales”; mandamiento que también
recogió Benito de Nursia en su regla y que Juan Clímaco varió así en el siglo
VII: “el monje debe ser un animal obediente dotado de razón”, lo que un religioso
moderno celebra como una formulación clásica.
- Justificando esta necedad por amor que se
predicaba por entonces, se invocaba a San Pablo y su sentencia: “lo que es
necio ante el mundo, Dios lo ha escogido para confundir a los sabios”; “pero si
alguno se cree sabio según este mundo, hágase necio para llegar a ser sabio”. Muchos
cristianos creían justamente eso, e interpretaron con todos los medios a su
alcance el papel de locos hasta bien entrada la edad moderna. En el siglo XIV
el beato Juan Colombini se convirtió en fundador de su propia hermandad de
“santos locos”, los jesuatos, con la divisa: “En la medida de vuestras fuerzas,
fingios locos por amor a Cristo, y seréis los sabios”. Sus discípulos iban a
horcajadas de un borrico, con el rabo de éste en la mano y un ramo de olivo
ciñendo sus cabezas, mientras Juan mismo les seguía cantando: “¡vivat, vivat
Jesús Christi!”.
- Los que vivían alegremente eran una minoría
entre los ascetas, que sólo en los desiertos de Egipto eran, a fines del siglo
IV, unos veinticuatro mil. Vegetaban en tumbas, en pequeñas celdas y jaulas, en
guaridas de fieras, en árboles huecos o sobre columnas.
- Desprecio de la alegría y de la felicidad,
sublevación contra la existencia, antipatía, mortificación total: éste es el cristianismo
clásico, el cristianismo de los mejores, de los ascetas que vivieron su vida
como una vida de “crucificados”, como una “enclavación vital a la cruz de
Cristo”, como una muerte a todas las palabras y hechos que pertenecen al orden
de este mundo. Durante siglos, la autotortura fue la principal medida de la
perfección cristiana.
- Fanatismo
ascético
- Los ascetas debían llorar sus pecados incesantemente, pensando que era
el “único camino” y muchos gemían noche y día. El doctor de la Iglesia Efrén, un
fanático antisemita, lloraba con tanta naturalidad como otros respiran, que se
decía que “nadie le ha visto nunca con los ojos secos”. Shenute, un santo copto
que apaleaba a sus frailes hasta que sus gritos podían oírse en toda la aldea,
derramaba unas lágrimas tan fructíferas que la tierra bajo él se convertía en
fiemo.
- San Arsenio, llenaba su celda de hedor para
ahorrarse el olor pestífero del Infierno, hasta se le cayeron los párpados de
tanto llorar y llevaba un babero para sus torrentes lacrimógenos.
- Muchos héroes cristianos tocaban pocas veces
el agua. Los “luchadores de Cristo” estaban sumidos en la porquería. San Antón
prescindió del baño durante toda su larga vida eremítica y no se lavó los pies
ni una sola vez: la orden de los antonianos, así llamada por él, obtuvo el privilegio
de la cría de cerdos y Antón ascendió a patrón de los animales domésticos.
Luego, el baño fue drásticamente limitado en los monasterios, como en Monte
Casino, a dos o tres veces al año. Al respecto, los sucios ascetas cristianos
se remitían a San Jerónimo, doctor de la Iglesia, quien proclamó que un
exterior mugriento era signo de pureza interior.
- Otros devotos cristianos
sólo comen hierba. Pacen del suelo, como vacas. Un grupo de tales boskoi o
“comedores de hierba” vegetaba sin techo –cantando y rezando constantemente “conforme
a la regla eclesiástica”– en las montañas cerca de Nisibis, en Mesopotamia. Los
omófagos egipcios vivían sólo de hierba, plantas y cereales crudos. Y en
Etiopía, en la región de Chimezana, los eremitas consumían el pasto de forma
que a las vacas ya no les quedaba nada y por ello los campesinos los
ahuyentaron hasta sus grutas, donde murieron de hambre. La “edad de oro” de los
“rumiantes” fue hasta el siglo VI, cuando a los cristianos les parecía
completamente natural pasarse la vida comiendo hierba y pastar se convirtió en
un oficio. En aquel tiempo, el apa Sofronio vivió paciendo completamente
desnudo durante setenta años junto al Mar Muerto.
- Los ascetas sirios, de los que hablaba el
obispo Teodoreto, comían sólo alimentos podridos u hortalizas crudas y
habitaban en celdas en las que no podían estar de pie ni echados. El arborícela
David de Tesalónica permaneció durante tres años subido al almendro del patio
de un monasterio. En la Escitia, una conocida colonia de monjes egipcia, estaba
exactamente regulado cuántos pasos se podían dar o cuántas gotas de agua se
podían beber. Los buscadores cristianos de la salvación se cubrían de hierros
afilados de todo tipo que les traspasaban la carne o, siguiendo el dicho
inauténtico de Jesús “quien no tome su cruz consigo...”, iban arrastrando
pesadas cruces sobre sus hombros. Otros vivían a cielo descubierto –en verano y
en invierno– o se hacían emparedar durante años de manera que el sol cayera
inmisericordemente sobre ellos. Otros se sumergían en agua helada. Algunos,
para salvar su alma, llegaban a arrojarse por un precipicio o de ahorcarse.
Había quienes se paseaban completamente desnudos, y el prior Macario –muerto en
391– un fundador de la mística cristiana, explicaba que quien no alcanzara esta
capacidad extrema de renuncia debería permanecer en su celda y llorar sus
pecados.
- Muchos monjes recurrieron a la infibulación
para preservar su castidad. Cuanto más pesado era el anillo que llevaban en su
miembro –alguno tenía seis pulgadas de diámetro y pesaba un cuarto de libra–,
mayor era su orgullo. Otros se anudaban gruesos hierros en el pene y se volvían
poco a poco como eunucos. Pero nada tan radical y expeditivo para ser “puro”
como la castración, que según relata San Epifanio, fue practicada con
frecuencia. Muchas autoridades de la Iglesia de la Antigüedad ensalzaron a los
“eunucos por amor del reino de Dios”.
- El cristiano Sexto hacía aún recomendaciones
en ese sentido por el año 200, en una antología de sentencias. El sacerdote
Leoncio de Antioquía, que se había convertido en sospechoso a causa de su
“matrimonio de José” (forma de matrimonio casto), se castró él mismo y, aunque
perdió su oficio sacerdotal en un primer momento, luego ascendió a obispo.
Orígenes, el teólogo más importante de los primeros tres siglos, que vituperaba
a las mujeres como hijas de Satanás, se emasculó él mismo por razones ascéticas.
- Pero cuando se propagó la epidemia de esta
locura, se puso coto. En un sínodo del año 249, fueron condenados los
valesianos, quienes no sólo castraban a sus propios secuaces sino también a
todo el que tenía la desgracia de caer en su poder.