miércoles, 12 de diciembre de 2012

04.- ASCETISMO FANATICO

                                             Basado en el libro "Historia sexual del Cristianismo" de Karlnheinz Destchner

- Locura medieval con el ascetismo y moralidad:
- La Edad Media cristiana consideró como el más elevado ideal, aquella existencia hostil al cuerpo y a los instintos, de los ascetas histéricos. Para el hombre medieval, casi todo lo referente al sexo es pecaminoso, y lo patológicamente casto es santo. El placer es condenado y la castidad elevada al Cielo. Todos los excesos masoquistas de la Antigüedad regresan, las depresiones crónicas y también los torrentes de lágrimas, la suciedad, el ayuno, las vigilias, la flagelación; y se suman nuevas monstruosidades. Si bien, nunca se consiguió imponer las prohibiciones sexuales, las conciencias estaban tan gravadas que de ello resultaron los más diversos trastornos mentales. Europa medieval se parecía bastante a una gran casa de locos. Los predicadores difaman al cuerpo como “foso de estiércol”, “vasija de la putrefacción”, “todo él lleno de suciedad y monstruosidad”.
- Penitencias e higiene:
- Así, hubo innumerables monjes, además de San Francisco, que dejaban que su cuerpo se pudriera, por ejemplo, no bañándose nunca; como San Benito de Aniano, renovador de los conventos benedictinos en Francia y consejero de Luis el Piadoso. Algunos de los más eminentes príncipes de la Iglesia tampoco se bañaban: San Bruno, arzobispo de Colonia, en el siglo X; el arzobispo Adalberto de Bremen, en el siglo XI. Era ser consecuente con el ideal ascético: quien menospreciaba el cuerpo tenía que descuidarlo. La higiene era vista como sensual. La primera medida cristiana tras la expulsión de los moros fue la clausura de los baños públicos, de los que sólo Córdoba tenía doscientos setenta.
- En el siglo XX la actitud hacia el baño en círculos clericales todavía dejaba que desear; en 1968 había que recalcar que “la observancia de la higiene, expresamente, está no sólo permitida, sino recomendada”. Por supuesto que hubo monjes limpios, sobre todo después de las poluciones y de tener contacto con una mujer, era imperativo limpiarse en el primer baño. El abad Vandrilo, nacido en Verdún a finales del siglo VI, se levantaba inmediatamente después de una “contingencia” nocturna y saltaba lleno de dolor al río; incluso en invierno, cantaba los salmos en medio del agua helada y hacía las genuflexiones usuales hincando la rodilla en el fondo.
- Los santos obispos Wilfredo de York y Adelmo de Sherborne, el rey Erik el Santo de Suecia y otros santos, también se zambullían por razones profilácticas, incluso en la época más fría. Bernardo de Claraval, el “gran médico y guía de almas”, “el genio religioso de su siglo” –al que, como Lutero sabia, “le olía, le hedía el aliento de tal modo que nadie podía permanecer junto a él, por supuesto a causa de las penitencias”– corrió a arrojarse a un estanque después de haber estado observando a una mujer con excesiva complacencia.
- Otros consideraron a la mujer como una grave hipoteca, al mundo como un valle de lágrimas y a la vida como una carga; festejaron la tristeza y derramaron lágrimas por torrentes. Más adelante también se practicó el silencio, que se relacionaba con el miedo a pecar y estaba ya en uso entre los antiguos indios y chinos. Algunos eremitas sólo hablaban en domingo; otros hablaban durante cien días y ni uno más; los cartujos, los camaldulenses y sobre todo los trapenses guardaban un silencio tan estricto que algunos se volvían locos.
- Flagelación como virtud:
- La gente volvió a cubrirse de cadenas y corazas, llevaba cilicios con bolas de plomo, púas sobre la carne desnuda y unas ligas penitenciales con dientes de hierro para desgarrarse las piernas. En aquel tiempo, azotarse o dejarse azotar se hizo una verdadera moda. Tres mil azotes (o tres mil salmos) correspondían a un año de expiación. Como campeón de esta especial manera de salvar almas consta cierto dominico del monasterio de Fontavellano, quien, además de haber estado metido en una coraza de hierro durante quince años, lo que le valió el título de Loricatus el Acorazado, logró absolver en pocas semanas cientos de años de expiación. La flagelación fue introducida en casi todas partes y promovida por la Iglesia. Si una disciplina de cincuenta azotes está permitida y es buena, en ese caso, concluye San Pedro Damián, cardenal y Doctor de la Iglesia, con mayor razón lo será, naturalmente, una disciplina de sesenta, de cien, de doscientos golpes, por qué no de mil. Como ulterior profilaxis, el santo recomendaba huir de la mirada de las mujeres, comulgar frecuentemente y beber agua, relatando, para concluir, cómo un monje domeñaba a su miembro mediante un hierro ardiente.
- Domingo de Guzmán, fundador de la orden de los dominicos (1215), se azotaba a menudo hasta perder el sentido. Y en realidad, parece que los dominicos se apaleaban “como si fuesen perros”. El dominico Heinrich Seuse (muerto en 1366), alumno aventajado del maestro dominico Eckhart, se flagelaba diariamente y llevó a sus espaldas durante ocho años, día y noche, una cruz mechada con treinta clavos que al mínimo roce le torturaba. Así que, por lo visto, Seuse solía andar salpicado de heridas supurantes que nunca se limpiaba.
- Flagelación y santidad:
- La castidad de San Luis Gonzaga destaca con luz propia. Este jesuita, muerto a los veintitrés años, cuyos atributos son un tallo de azucena, una cruz, un látigo y una calavera, enrojecía de vergüenza en cuanto se quedaba solo con su madre. Durante su primera confesión, perdió el sentido; decía un avemaria a cada peldaño de una escalera, rezaba ante un crucifijo, de bruces, a menudo por horas, y sollozaba hasta humedecer su habitación. Ayunaba como mínimo tres días a la semana a base de pan y agua y se disciplinaba horriblemente al menos tres veces. Sus camisas estaban todas ensangrentadas a causa de los castigos. Pero según un jesuita moderno, era “una persona contenta de vivir, saludable”. Posteriormente, En el Siglo de las Luces, fue ascendido a patrón de la juventud estudiosa. El jesuita belga Johannes Berchmanns, otro canonizado que murió muy joven (en 1621, a los veintidós años), huía de la mirada de las mujeres y de la de los hombres. Se arrastraba por la tierra sobre sus rodillas desnudas mientras rezaba, suspiraba, gemía y besaba con fervor una imagen de la santísima Virgen María a la que siempre estaba dando los nombres más hermosos. Y al ir a la cama distribuía previamente los distintos lugares de ésta entre diversos santos, los guardianes de su castidad, depositando a los pies al Cristo crucificado. También se flagelaba entre tres y cuatro veces por semana y los días de fiesta llevaba un cilicio. Gentes, tan contentas de vivir que morían tan jóvenes.
- Un clérigo murió en París, en 1727, a los veintisiete años, a causa de las penitencias (después de lo cual se desencadenó alrededor de su tumba una salvaje epidemia convulsiva, con consumo de excrementos, libación de llagas podridas y similares), seguramente no fue la última víctima de la locura ascética clerical. La autoflagelación fue virtud de muchos canonizados. En el siglo XX, es de suponer que no solo los jesuitas eran los únicos que se obsequian con fustas y puntas de acero.
- Las pobres monjas de clausura no escapaban a la epidemia. Ellas, que muchas veces se tenían que dejar castigar por otros, se castigaban, como los monjes, incluso “por los pecados pasados, por los que algún día se cometerían, además de por sus semejantes todavía vivos, por las ánimas del purgatorio, a la mayor honra de Dios y por otras mil razones”. Las monjas contemporáneas siguen estando poseídas por el ansia de flagelarse y de hacer enmudecer a la carne siguiendo el sabio consejo de diferentes santas. Marie du Bourg reconocía que, si el dolor se vendiera en el mercado, “acudiría allí corriendo a comprarlo”. Las carmelitas descalzas soportaban obedientemente la disciplina durante los cuarenta días de Cuaresma, el tiempo de Adviento, y cada lunes, miércoles y viernes. Los viernes, además, tenían que azotarse “por la propagación de la fe, por sus benefactores, por las almas del purgatorio” y por otras tantas cosas.
- Esquizofrenia flagelante diseminada
- Al ingresar a muchas órdenes, las novicias recibían un flagelo, con la advertencia de usarlo con diligencia. Si una monja moría, las restantes se tenían que desgarrar las carnes por la muerta durante semanas. Unas se castigaban dos veces al día, otras se golpeaban a sí mismas durante la noche, a algunas les gustaba, pues las prácticas masoquistas más diversas se basan precisamente en la transformación del dolor en placer, del disgusto en gozo. Cuantos ascetas disfrutaron de la tortura y la autotortura; cuántos piadosos héroes de la inmersión acaso eran simples fetichistas del frío, narcisistas del erotismo epidérmico. También hay quien, no siendo asceta se arroja sobre los zarzales o los alfileteros o se hace golpear y maltratar, quien disfruta cuando le clavan herraduras ardientes en las plantas de los pies, le chamuscan el falo, le cauterizan el prepucio o le rajan la piel de la barriga; y se contenta (o no) con ello. Santa María Magdalena dei Pazzi (1566-1607), una carmelita de Florencia, una de las “más eminentes místicas de su orden”, se revolcaba entre espinas, dejaba caer la cera ardiendo sobre su piel, se hacía insultar, patear la cara, azotar, y todo ello la llevaba al más evidente y extremo y lo hacía, como priora, en presencia de todas las demás. Mientras aquello duraba, gemía de dicha. “El ejemplo clásico de una flagelante ascética sexualmente pervertida”.'
- La salesiana francesa Marguerite Marie Alacoque (1647-1690) se grabó a cuchillo en el pecho un monograma de Jesús y luego, cuando la herida empezó a cerrarse demasiado pronto, la rehizo a fuego con una vela. Algunas temporadas sólo bebía agua de lavar, comía pan enmohecido y fruta podrida, una vez limpió el esputo de un paciente lamiéndolo y en su autobiografía nos describe la dicha que sintió cuando llenó su boca con los excrementos de un hombre que padecía de diarrea. Por tal demostración de fetichismo obtuvo permiso para besar durante toda la noche el corazón de una imagen de Jesús mientras la sostenía con sus propias manos. Pió IX, la proclamó santa en 1864. La orden del Corazón de Jesús, la devoción del Corazón de Jesús y la fiesta del Corazón de Jesús se remontan a las “revelaciones” de esta monja.
- Catalina de Genova (1447-1510) masticaba la porquería de los harapos de los pobres, tragándose el barro y los piojos. Fue canonizada en 1737. Santa Ángela de Foligno (1248-1309) consumía el agua de baño de los leprosos. “Nunca había bebido con tanto deleite” reconoce, “Un trozo de costra de las heridas de los leprosos se quedó atravesado en mi garganta. En lugar de escupirlo, hice un gran esfuerzo por terminar de tragarlo, y lo conseguí. Era como si hubiese comulgado, ni más ni menos. Nunca seré capaz de expresar el deleite que me sobrevino”. La monja Catalina de Cardona huyó de la corte española a un lugar despoblado, habitando durante ocho años en una gruta y durmiendo, incluso en invierno, sobre el suelo desnudo. Llevaba un cilicio penitencial, además de cubrir su cuerpo con cadenas y de tratarse, a menudo durante dos o tres horas, con los más variados instrumentos de tortura. Finalmente se volvió rumiante. Se doblaba sobre la tierra y comía hierba como un animal.
- Puesto que el cristianismo predicaba la castidad desde San Pablo, que se convertía a los ascetas en ídolos y se les ascendía a santos, a grandes modelos para cualquier persona, la negación de la naturaleza, permanentemente propagada tenía que salir de los claustros y las grutas y atrapar también a los laicos. Alcanzó hasta a los príncipes y princesas, quienes, desde luego, siempre fueron los primeros a los que se trató de mantener bajo control. El emperador Enrique III, uno de los más poderosos soberanos de la Edad Media, nunca llevaba las insignias de su dignidad si no se había flagelado previamente. San Luis no descuidaba “la disciplina” durante su confesión semanal. Así, se torturaban Margarita de Hungría, Isabel de Turingia, la condesa polaca Eduvigis, de la que Lorenzo Surio informa: “ya no quedaba nada más que hueso bajo su piel sucia y pálida, la cual, por los incesantes latigazos, había adquirido un color completamente original, y siempre estaba cubierta de moratones y heridas”.
- Esto degeneró finalmente “en excesos enfermizos y, propagándose contagiosamente, en el desenfreno de las sociedades de flagelantes o fustigadores”.
- Castración y canibalismo de los skopzi:
- La castración floreció también en la Edad Contemporánea, aunque sólo en el cristianismo oriental, en la secta rusa de los skopzi (“castrados”), los ortodoxos, como en cierta ocasión los llama Dostoievsky. Éstos rechazaban la Iglesia y el Estado –a los que consideraban el imperio del Anticristo–, los popes y los obispos –servidores de Satanás–, y aunque admitían a Jesús pero como precursor del segundo y más importante hijo de Dios, su fundador Selivanov (muerto en 1832), que se había sometido a un “bautismo de fuego” que consistía en eliminar su miembro mediante un hierro al rojo. Su doctrina de que el pecado original es el acto sexual y que sólo mediante la muerte del falo la humanidad es salvada y se abren las puertas del Paraíso a los fieles, convenció miles de personas.
- Crearon dos grados de “pureza”: la del pequeño sello (rango angélico), la clase inferior que “sólo” exigía la extirpación de los testículos, y la del gran sello o sello imperial, en el que el miembro caía como ofrenda. Sus cirujanos debieron de realizar trabajos sobresalientes con el más sencillo instrumental: un cuchillo y una servilleta, pero los fanáticos afrontaban el trámite por sí solos (a veces de un hachazo). Un hierro al rojo restañaba la sangre. Entre las mujeres había, igualmente, dos grados de devoción, una primera y una segunda “pureza”: una, por ejemplo, se deshacía los dos pezones con hierros o a luego: otra. Por ejemplo, se extirpaba ambos senos: o bien se deshacía los órganos sexuales, castrándose el ciítoris o los labios menores.
- Para aumentar su secta, los skopzi, sólo se hacían emascular después de tener hijos. Algunos permitían a sus mujeres que tuvieran relaciones con otros hombres, y el retoño que surgía de ellas también era castrado. Por lo demás, enviaban a cuadrillas de agentes a comprar prosélitos y niños. Pues, aun reinando una pobreza abrumadora, muchos skopzi eran comerciantes de buena posición, joyeros o cambistas que normalmente gastaban todo su patrimonio en conseguir nuevos fieles, la secta prosperaba, pero eso sí, se perseguía sin ningún miramiento a desertores y traidores, incluso en el extranjero, y a lodos aquellos que acudían por curiosidad a sus conventículos, los atrapaban, los ataban a una cruz y los castraban por la fuerza.
- Una skopiza que –de forma prodigiosa– quedaba embarazada, tenía que representar el papel de la santa virgen; su hijo era tenido por un hijo de Dios y tenía que morir martirizado. Al octavo día después de su nacimiento sacaban el corazón al niño, bebían su sangre como comunión y transformaban su cuerpo secado en panecillos, que servían para la comunión pascual. “Entre estos bárbaros, la virgen, a la que se declara bogorodiza o madre de Dios, es saludada desde el momento de su consagración, con estas palabras: 'Bendita tú entre las mujeres; tú parirás un salvador'. Luego la desnudan, la ponen sobre un altar y se entregan a un culto infame con su cuerpo desnudo: los fanáticos se agolpan para besuquearlo en todas partes. Se pide que el espíritu santo tenga a bien hacerle un cristito a la santa virgen a fin de que, en ese año, les sea concedido a los fíeles comulgar del cuerpo sagrado”. Si el cristito llegaba, lo sajaban de nuevo para consumirlo en la comunión, o bien sacrificaban a la misma bogorodiza.
- Castración al servicio de los coros:
- En Occidente la emasculación fue cultivada por razones artísticas, para evitar el cambio de voz de los cantantes de las capillas de los príncipes y papas; era una costumbre italiana, aun en boga en el siglo XVIII. Italia abasteció de cantantes eunucos a toda Europa, apareciendo como enclave de esta industria del bel canto la villa de Nórica, en el estado papal. (El mismo Joseph Haydn, corista en la catedral vienesa de San Esteban, podría haber sido puesto ante la navaja y, como se decía entonces, “sopranizado” en aras de la “estética”. Sólo la enérgica protesta de su padre le libró de ello). Los castrados siguieron entonando sus cánticos en la Capilla Sixtina –erigida por el papa Sixto IV, el proxeneta constructor también de un burdel– durante siglos, hasta 1920.
- No menos de treinta y dos “Santos Padres” (comenzando con Pió V, un antiguo monje e inquisidor, que, a su vez, ordenó la pena de muerte para el incesto, el proxenetismo, el aborto y el adulterio) tuvieron la misma falta de escrúpulos a la hora de hacer mutilar a los jóvenes; de paso se evitaba la presencia de mujeres en los coros.
- Libertinaje en monasterios:
- San Agustín, pese a sus elogios a los monjes, ya enseñaba, sin embargo, que “no conocía a gente peor que esos que acababan en los monasterios”. Salviano, otro Padre de la Iglesia, se quejaba en el siglo V de los que “se entregan a los vicios del mundo bajo el manto de una orden”. Lo mismo ocurrió en todas las regiones infestadas por la dogmática romana y la hipocresía. En la alta Edad Media, el abad cluniacense. En la Edad Media tardía, Nicolás de Clemanges, secretario personal del papa Benedicto XIII, reconoce que los frailes eran justo lo contrario de lo que debían ser, pues la celda y el convento, la lectura y la oración, la regla y la religión, eran para ellos lo más aborrecible que había.
- La Iglesia tomó todas sus medidas de prevención. En tiempo de Pacomio, las mujeres no debían “ni entrar ni salir del convento”. Si una mujer dirigía la palabra a unos monjes al pasar junto a ellos, “el más anciano (...) tenía que responderle con los ojos cerrados”. Los benedictinos también se regían por una estricta clausura. Los cluniacenses no dejaban establecerse a las mujeres ni siquiera en las proximidades de sus monasterios en un círculo de dos millas. La segunda regla de los franciscanos, decía debían “tener cuidado con ellas y ninguno debe conversar o simplemente andar con ellas o comer de su mismo plato en la mesa”. Y, en una tercera regla, san Francisco prohibió “enérgicamente a todos los hermanos entablar relaciones o consultas sospechosas con mujeres y entrar en conventos femeninos”. El sínodo de París de 1212 dispuso trancar todas las puertas que parezcan sospechosas en las estancias religiosas. El mejor sistema de vigilancia fue siempre hacer que los monjes se confesaran constantemente: en los monasterios irlandeses de la primera época, no menos de dos veces al día.
- Las infracciones se castigaban duramente. Los libros penitenciales de comienzos de la Edad Media fijaban penitencia de tres años para el monje que se acostaba con una muchacha; si lo hacía con una monja le caían siete años; si cometía adulterio, diez años de penitencia, seis de ellos a pan y agua; si la relación era incestuosa, doce años, seis de ellos a pan y agua. En el caso de que dos religiosos se casaran, el papa Siricio, en las primeras decretales llegadas hasta nosotros, ya exigía como expiación que fueran “encerrados en sus habitaciones” a perpetuidad . Con motivo de una apelación, el papa Zacarías –conocido “sobre todo, por su misericordia”– ordenó en 747 que se arrojara a una mazmorra a los monjes y monjas que hubiesen roto los votos, y que permanecieran allí, en penitencia, hasta su muerte. Pero las precauciones, castigos y apaleamientos fueron inútiles; el libertinaje de los frailes era tan proverbial y el refinamiento de su inmoralidad tan extremado que algunos caballeros se enfundaban el hábito antes de irse a la aventura. Más aún, el aislamiento de los conventos, la protección de la clausura y la ociosidad, estimulaban más el desenfreno.
- En las iglesias se bailaba y se cantaban coplas. Las tabernas vivían de los monjes, compañeros de bufones y prostitutas. En Jutlandia los religiosos fueron expulsados o desterrados a perpetuidad por su libertinaje; en Halle se pegaban revolcones con las jovencitas en una zona del monasterio convenientemente apartada; en Magdeburgo, los monjes mendicantes se beneficiaban a unas mujeres llamadas Martas. En Estrasburgo, los dominicos disfrazados bailaban y fornicaban con las monjas de Saint Marx, Santa Catalina y San Nicolás. En Salamanca, los carmelitas descalzos “iban de una mujer a otra”. En Farfa, junto a Roma, los benedictinos vivían públicamente amancebados. En un convento de la archidiócesis de Arlas, los ascetas que quedaban convivían con mujeres como en un burdel. Los religiosos del arzobispado de Narbona tenían mancebas; entre ellas, algunas mujeres que habían arrebatado a sus maridos. Para convencer más fácilmente a las mujeres, los padres les contaban que dormir con un fraile en ausencia del marido era un medio para prevenir distintas enfermedades. Muchas veces les arrancaban favores sexuales afirmando que el pecado con ellos era mucho más leve, cien veces menor que con un extraño. En la región de los calmucos las mujeres preferían fornicar con monjes justamente por razones religiosas. Por lo visto, les hicieron creer que, después, participarían de su santidad.
- Tras escuchar sus confesiones, los monjes mendicantes abusaban de las mujeres de nobles, comerciantes y campesinos, mientras sus maridos estaban en la guerra, en sus negocios o en sus campos. Los prelados poseían a monjas y viudas. Pero los abades como Bemharius, del monasterio de Hersfeid, con frecuencia “superaban a todos con los peores ejemplos”.
- Tenían hijos a montones: el abad Clarembaldo de San Agustín, en Canterbury, tuvo diecisiete en una aldea; o se apareaban con sus parientes más cercanos, como el abad de Nervesa, Brandolino Waldemarino, que hizo asesinar a su hermano y se acostaba con su hermana.
- Aun a finales del siglo XVIII, los superiores de algunos monasterios –como el abad Trauttmannsdorff de Tepl, en Bohemia– no pisaban el convento o el coro en años y acudían a la iglesia generalmente sólo en las grandes festividades, pero daban espléndidas fiestas y bailes en el monasterio, servidos por lacayos, derrochando grandes patrimonios. Lo mismo hacían, órdenes mendicantes como la de los franciscanos irlandeses, los llamados hiberneses de Praga. En la celda de su guardián se bailaba y se cantaba hasta la medianoche; daban banquetes en la sacristía, junto al altar mayor, y mientras los hermanos mayores golpeaban brutalmente a los jóvenes, los padres retozaban con las mujeres entre los viñedos.
- Los caballeros al servicio de María:
- Los caballeros de la Orden Teutónica mostraron asimismo una espléndida vitalidad. Grandes exterminadores de Europa oriental, hacían votos de castidad consagrando su vida “sólo al servicio de nuestra señora celestial María” pero eran grandes amantes de casadas, vírgenes, muchachas y, como podemos sospechar no sin fundamento, incluso animales hembras. En el enclave de Marienburg los maridos apenas salían por las noches de sus casas por miedo a que arrastraran a sus mujeres hasta la fortaleza y abusaran de ellas. Una parte de la explanada del castillo se llamó durante bastante tiempo “el suelo de las doncellas”, en recuerdo de las pasiones sexuales de los caballeros espirituales. “Como resultado del sumario sobre la casa de la Orden en Marienburg ha quedado probado que, con el subterfugio de las confesiones, fueron sistemáticamente seducidas doncellas y casadas, habiendo capellanes de la orden que llegaron al extremo de raptar a niñas de nueve años”.