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Locura medieval con el ascetismo y moralidad:
- La Edad Media cristiana consideró como el
más elevado ideal, aquella existencia hostil al cuerpo y a los instintos, de
los ascetas histéricos. Para el hombre medieval, casi todo lo referente al sexo
es pecaminoso, y lo patológicamente casto es santo. El placer es condenado y la
castidad elevada al Cielo. Todos los excesos masoquistas de la Antigüedad
regresan, las depresiones crónicas y también los torrentes de lágrimas, la
suciedad, el ayuno, las vigilias, la flagelación; y se suman nuevas monstruosidades.
Si bien, nunca se consiguió imponer las prohibiciones sexuales, las conciencias
estaban tan gravadas que de ello resultaron los más diversos trastornos
mentales. Europa medieval se parecía bastante a una gran casa de locos. Los
predicadores difaman al cuerpo como “foso de estiércol”, “vasija de la
putrefacción”, “todo él lleno de suciedad y monstruosidad”.
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Penitencias e higiene:
- Así, hubo innumerables monjes, además de San
Francisco, que dejaban que su cuerpo se pudriera, por ejemplo, no bañándose
nunca; como San Benito de Aniano, renovador de los conventos benedictinos en
Francia y consejero de Luis el Piadoso. Algunos de los más eminentes príncipes
de la Iglesia tampoco se bañaban: San Bruno, arzobispo de Colonia, en el siglo
X; el arzobispo Adalberto de Bremen, en el siglo XI. Era ser consecuente con el
ideal ascético: quien menospreciaba el cuerpo tenía que descuidarlo. La higiene
era vista como sensual. La primera medida cristiana tras la expulsión de los
moros fue la clausura de los baños públicos, de los que sólo Córdoba tenía
doscientos setenta.
- En el siglo XX la actitud hacia el baño en
círculos clericales todavía dejaba que desear; en 1968 había que recalcar que
“la observancia de la higiene, expresamente, está no sólo permitida, sino
recomendada”. Por supuesto que hubo monjes limpios, sobre todo después de las
poluciones y de tener contacto con una mujer, era imperativo limpiarse en el
primer baño. El abad Vandrilo, nacido en Verdún a finales del siglo VI, se
levantaba inmediatamente después de una “contingencia” nocturna y saltaba lleno
de dolor al río; incluso en invierno, cantaba los salmos en medio del agua
helada y hacía las genuflexiones usuales hincando la rodilla en el fondo.
- Los santos obispos Wilfredo de York y Adelmo
de Sherborne, el rey Erik el Santo de Suecia y otros santos, también se
zambullían por razones profilácticas, incluso en la época más fría. Bernardo de
Claraval, el “gran médico y guía de almas”, “el genio religioso de su siglo” –al
que, como Lutero sabia, “le olía, le hedía el aliento de tal modo que nadie
podía permanecer junto a él, por supuesto a causa de las penitencias”– corrió a
arrojarse a un estanque después de haber estado observando a una mujer con
excesiva complacencia.
- Otros consideraron a la mujer como una grave
hipoteca, al mundo como un valle de lágrimas y a la vida como una carga;
festejaron la tristeza y derramaron lágrimas por torrentes. Más adelante
también se practicó el silencio, que se relacionaba con el miedo a pecar y
estaba ya en uso entre los antiguos indios y chinos. Algunos eremitas sólo
hablaban en domingo; otros hablaban durante cien días y ni uno más; los
cartujos, los camaldulenses y sobre todo los trapenses guardaban un silencio
tan estricto que algunos se volvían locos.
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Flagelación como virtud:
- La gente volvió a cubrirse de cadenas y
corazas, llevaba cilicios con bolas de plomo, púas sobre la carne desnuda y
unas ligas penitenciales con dientes de hierro para desgarrarse las piernas. En
aquel tiempo, azotarse o dejarse azotar se hizo una verdadera moda. Tres mil
azotes (o tres mil salmos) correspondían a un año de expiación. Como campeón de
esta especial manera de salvar almas consta cierto dominico del monasterio de
Fontavellano, quien, además de haber estado metido en una coraza de hierro
durante quince años, lo que le valió el título de Loricatus el Acorazado, logró
absolver en pocas semanas cientos de años de expiación. La flagelación fue introducida
en casi todas partes y promovida por la Iglesia. Si una disciplina de cincuenta
azotes está permitida y es buena, en ese caso, concluye San Pedro Damián,
cardenal y Doctor de la Iglesia, con mayor razón lo será, naturalmente, una
disciplina de sesenta, de cien, de doscientos golpes, por qué no de mil. Como
ulterior profilaxis, el santo recomendaba huir de la mirada de las mujeres,
comulgar frecuentemente y beber agua, relatando, para concluir, cómo un monje
domeñaba a su miembro mediante un hierro ardiente.
- Domingo de Guzmán, fundador de la orden de
los dominicos (1215), se azotaba a menudo hasta perder el sentido. Y en
realidad, parece que los dominicos se apaleaban “como si fuesen perros”. El
dominico Heinrich Seuse (muerto en 1366), alumno aventajado del maestro dominico
Eckhart, se flagelaba diariamente y llevó a sus espaldas durante ocho años, día
y noche, una cruz mechada con treinta clavos que al mínimo roce le torturaba.
Así que, por lo visto, Seuse solía andar salpicado de heridas supurantes que
nunca se limpiaba.
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Flagelación y santidad:
- La castidad de San Luis Gonzaga destaca con
luz propia. Este jesuita, muerto a los veintitrés años, cuyos atributos son un
tallo de azucena, una cruz, un látigo y una calavera, enrojecía de vergüenza en
cuanto se quedaba solo con su madre. Durante su primera confesión, perdió el
sentido; decía un avemaria a cada peldaño de una escalera, rezaba ante un
crucifijo, de bruces, a menudo por horas, y sollozaba hasta humedecer su
habitación. Ayunaba como mínimo tres días a la semana a base de pan y agua y se
disciplinaba horriblemente al menos tres veces. Sus camisas estaban todas
ensangrentadas a causa de los castigos. Pero según un jesuita moderno, era “una
persona contenta de vivir, saludable”. Posteriormente, En el Siglo de las
Luces, fue ascendido a patrón de la juventud estudiosa. El jesuita belga
Johannes Berchmanns, otro canonizado que murió muy joven (en 1621, a los
veintidós años), huía de la mirada de las mujeres y de la de los hombres. Se
arrastraba por la tierra sobre sus rodillas desnudas mientras rezaba,
suspiraba, gemía y besaba con fervor una imagen de la santísima Virgen María a
la que siempre estaba dando los nombres más hermosos. Y al ir a la cama
distribuía previamente los distintos lugares de ésta entre diversos santos, los
guardianes de su castidad, depositando a los pies al Cristo crucificado.
También se flagelaba entre tres y cuatro veces por semana y los días de fiesta
llevaba un cilicio. Gentes, tan contentas de vivir que morían tan jóvenes.
- Un clérigo murió en París, en 1727, a los
veintisiete años, a causa de las penitencias (después de lo cual se desencadenó
alrededor de su tumba una salvaje epidemia convulsiva, con consumo de
excrementos, libación de llagas podridas y similares), seguramente no fue la
última víctima de la locura ascética clerical. La autoflagelación fue virtud de
muchos canonizados. En el siglo XX, es de suponer que no solo los jesuitas eran
los únicos que se obsequian con fustas y puntas de acero.
- Las pobres monjas de clausura no escapaban a
la epidemia. Ellas, que muchas veces se tenían que dejar castigar por otros, se
castigaban, como los monjes, incluso “por los pecados pasados, por los que
algún día se cometerían, además de por sus semejantes todavía vivos, por las
ánimas del purgatorio, a la mayor honra de Dios y por otras mil razones”. Las
monjas contemporáneas siguen estando poseídas por el ansia de flagelarse y de
hacer enmudecer a la carne siguiendo el sabio consejo de diferentes santas.
Marie du Bourg reconocía que, si el dolor se vendiera en el mercado, “acudiría
allí corriendo a comprarlo”. Las carmelitas descalzas soportaban obedientemente
la disciplina durante los cuarenta días de Cuaresma, el tiempo de Adviento, y
cada lunes, miércoles y viernes. Los viernes, además, tenían que azotarse “por
la propagación de la fe, por sus benefactores, por las almas del purgatorio” y
por otras tantas cosas.
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Esquizofrenia flagelante diseminada
- Al ingresar a muchas órdenes, las novicias
recibían un flagelo, con la advertencia de usarlo con diligencia. Si una monja
moría, las restantes se tenían que desgarrar las carnes por la muerta durante
semanas. Unas se castigaban dos veces al día, otras se golpeaban a sí mismas
durante la noche, a algunas les gustaba, pues las prácticas masoquistas más
diversas se basan precisamente en la transformación del dolor en placer, del
disgusto en gozo. Cuantos ascetas disfrutaron de la tortura y la autotortura;
cuántos piadosos héroes de la inmersión acaso eran simples fetichistas del frío,
narcisistas del erotismo epidérmico. También hay quien, no siendo asceta se
arroja sobre los zarzales o los alfileteros o se hace golpear y maltratar,
quien disfruta cuando le clavan herraduras ardientes en las plantas de los
pies, le chamuscan el falo, le cauterizan el prepucio o le rajan la piel de la
barriga; y se contenta (o no) con ello. Santa María Magdalena dei Pazzi
(1566-1607), una carmelita de Florencia, una de las “más eminentes místicas de
su orden”, se revolcaba entre espinas, dejaba caer la cera ardiendo sobre su
piel, se hacía insultar, patear la cara, azotar, y todo ello la llevaba al más
evidente y extremo y lo hacía, como priora, en presencia de todas las demás. Mientras
aquello duraba, gemía de dicha. “El ejemplo clásico de una flagelante ascética
sexualmente pervertida”.'
- La salesiana francesa Marguerite Marie
Alacoque (1647-1690) se grabó a cuchillo en el pecho un monograma de Jesús y
luego, cuando la herida empezó a cerrarse demasiado pronto, la rehizo a fuego
con una vela. Algunas temporadas sólo bebía agua de lavar, comía pan enmohecido
y fruta podrida, una vez limpió el esputo de un paciente lamiéndolo y en su
autobiografía nos describe la dicha que sintió cuando llenó su boca con los
excrementos de un hombre que padecía de diarrea. Por tal demostración de
fetichismo obtuvo permiso para besar durante toda la noche el corazón de una
imagen de Jesús mientras la sostenía con sus propias manos. Pió IX, la proclamó
santa en 1864. La orden del Corazón de Jesús, la devoción del Corazón de Jesús
y la fiesta del Corazón de Jesús se remontan a las “revelaciones” de esta
monja.
- Catalina de Genova (1447-1510) masticaba la
porquería de los harapos de los pobres, tragándose el barro y los piojos. Fue
canonizada en 1737. Santa Ángela de Foligno (1248-1309) consumía el agua de
baño de los leprosos. “Nunca había bebido con tanto deleite” reconoce, “Un
trozo de costra de las heridas de los leprosos se quedó atravesado en mi
garganta. En lugar de escupirlo, hice un gran esfuerzo por terminar de tragarlo,
y lo conseguí. Era como si hubiese comulgado, ni más ni menos. Nunca seré capaz
de expresar el deleite que me sobrevino”. La monja Catalina de Cardona huyó de
la corte española a un lugar despoblado, habitando durante ocho años en una
gruta y durmiendo, incluso en invierno, sobre el suelo desnudo. Llevaba un
cilicio penitencial, además de cubrir su cuerpo con cadenas y de tratarse, a
menudo durante dos o tres horas, con los más variados instrumentos de tortura.
Finalmente se volvió rumiante. Se doblaba sobre la tierra y comía hierba como
un animal.
- Puesto que el cristianismo predicaba la castidad
desde San Pablo, que se convertía a los ascetas en ídolos y se les ascendía a
santos, a grandes modelos para cualquier persona, la negación de la naturaleza,
permanentemente propagada tenía que salir de los claustros y las grutas y
atrapar también a los laicos. Alcanzó hasta a los príncipes y princesas,
quienes, desde luego, siempre fueron los primeros a los que se trató de
mantener bajo control. El emperador Enrique III, uno de los más poderosos
soberanos de la Edad Media, nunca llevaba las insignias de su dignidad si no se
había flagelado previamente. San Luis no descuidaba “la disciplina” durante su
confesión semanal. Así, se torturaban Margarita de Hungría, Isabel de Turingia,
la condesa polaca Eduvigis, de la que Lorenzo Surio informa: “ya no quedaba
nada más que hueso bajo su piel sucia y pálida, la cual, por los incesantes
latigazos, había adquirido un color completamente original, y siempre estaba cubierta
de moratones y heridas”.
- Esto degeneró finalmente “en excesos
enfermizos y, propagándose contagiosamente, en el desenfreno de las sociedades
de flagelantes o fustigadores”.
- Castración y canibalismo de los skopzi:
- La castración floreció también en la Edad
Contemporánea, aunque sólo en el cristianismo oriental, en la secta rusa de los
skopzi (“castrados”), los ortodoxos, como en cierta ocasión los llama
Dostoievsky. Éstos rechazaban la Iglesia y el Estado –a los que consideraban el
imperio del Anticristo–, los popes y los obispos –servidores de Satanás–, y
aunque admitían a Jesús pero como precursor del segundo y más importante hijo
de Dios, su fundador Selivanov (muerto en 1832), que se había sometido a un
“bautismo de fuego” que consistía en eliminar su miembro mediante un hierro al
rojo. Su doctrina de que el pecado original es el acto sexual y que sólo
mediante la muerte del falo la humanidad es salvada y se abren las puertas del
Paraíso a los fieles, convenció miles de personas.
- Crearon dos grados de “pureza”: la del
pequeño sello (rango angélico), la clase inferior que “sólo” exigía la extirpación
de los testículos, y la del gran sello o sello imperial, en el que el miembro
caía como ofrenda. Sus cirujanos debieron de realizar trabajos sobresalientes
con el más sencillo instrumental: un cuchillo y una servilleta, pero los
fanáticos afrontaban el trámite por sí solos (a veces de un hachazo). Un hierro
al rojo restañaba la sangre. Entre las mujeres había, igualmente, dos grados de
devoción, una primera y una segunda “pureza”: una, por ejemplo, se deshacía los
dos pezones con hierros o a luego: otra. Por ejemplo, se extirpaba ambos senos:
o bien se deshacía los órganos sexuales, castrándose el ciítoris o los labios
menores.
- Para aumentar su secta, los skopzi, sólo se
hacían emascular después de tener hijos. Algunos permitían a sus mujeres que
tuvieran relaciones con otros hombres, y el retoño que surgía de ellas también
era castrado. Por lo demás, enviaban a cuadrillas de agentes a comprar prosélitos
y niños. Pues, aun reinando una pobreza abrumadora, muchos skopzi eran comerciantes
de buena posición, joyeros o cambistas que normalmente gastaban todo su
patrimonio en conseguir nuevos fieles, la secta prosperaba, pero eso sí, se
perseguía sin ningún miramiento a desertores y traidores, incluso en el
extranjero, y a lodos aquellos que acudían por curiosidad a sus conventículos,
los atrapaban, los ataban a una cruz y los castraban por la fuerza.
- Una skopiza que –de forma prodigiosa–
quedaba embarazada, tenía que representar el papel de la santa virgen; su hijo
era tenido por un hijo de Dios y tenía que morir martirizado. Al octavo día
después de su nacimiento sacaban el corazón al niño, bebían su sangre como
comunión y transformaban su cuerpo secado en panecillos, que servían para la
comunión pascual. “Entre estos bárbaros, la virgen, a la que se declara bogorodiza
o madre de Dios, es saludada desde el momento de su consagración, con estas
palabras: 'Bendita tú entre las mujeres; tú parirás un salvador'. Luego la
desnudan, la ponen sobre un altar y se entregan a un culto infame con su cuerpo
desnudo: los fanáticos se agolpan para besuquearlo en todas partes. Se pide que
el espíritu santo tenga a bien hacerle un cristito a la santa virgen a fin de
que, en ese año, les sea concedido a los fíeles comulgar del cuerpo sagrado”.
Si el cristito llegaba, lo sajaban de nuevo para consumirlo en la comunión, o
bien sacrificaban a la misma bogorodiza.
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Castración al servicio de los coros:
- En Occidente la emasculación fue cultivada
por razones artísticas, para evitar el cambio de voz de los cantantes de las
capillas de los príncipes y papas; era una costumbre italiana, aun en boga en
el siglo XVIII. Italia abasteció de cantantes eunucos a toda Europa, apareciendo
como enclave de esta industria del bel canto la villa de Nórica, en el estado
papal. (El mismo Joseph Haydn, corista en la catedral vienesa de San Esteban,
podría haber sido puesto ante la navaja y, como se decía entonces,
“sopranizado” en aras de la “estética”. Sólo la enérgica protesta de su padre
le libró de ello). Los castrados siguieron entonando sus cánticos en la Capilla
Sixtina –erigida por el papa Sixto IV, el proxeneta constructor también de un
burdel– durante siglos, hasta 1920.
- No menos de treinta y dos “Santos Padres”
(comenzando con Pió V, un antiguo monje e inquisidor, que, a su vez, ordenó la
pena de muerte para el incesto, el proxenetismo, el aborto y el adulterio)
tuvieron la misma falta de escrúpulos a la hora de hacer mutilar a los jóvenes;
de paso se evitaba la presencia de mujeres en los coros.
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Libertinaje en monasterios:
- San Agustín, pese a sus elogios a los
monjes, ya enseñaba, sin embargo, que “no conocía a gente peor que esos que
acababan en los monasterios”. Salviano, otro Padre de la Iglesia, se quejaba en
el siglo V de los que “se entregan a los vicios del mundo bajo el manto de una
orden”. Lo mismo ocurrió en todas las regiones infestadas por la dogmática
romana y la hipocresía. En la alta Edad Media, el abad cluniacense. En la Edad
Media tardía, Nicolás de Clemanges, secretario personal del papa Benedicto
XIII, reconoce que los frailes eran justo lo contrario de lo que debían ser,
pues la celda y el convento, la lectura y la oración, la regla y la religión,
eran para ellos lo más aborrecible que había.
- La Iglesia tomó todas sus medidas de
prevención. En tiempo de Pacomio, las mujeres no debían “ni entrar ni salir del
convento”. Si una mujer dirigía la palabra a unos monjes al pasar junto a
ellos, “el más anciano (...) tenía que responderle con los ojos cerrados”. Los
benedictinos también se regían por una estricta clausura. Los cluniacenses no
dejaban establecerse a las mujeres ni siquiera en las proximidades de sus monasterios
en un círculo de dos millas. La segunda regla de los franciscanos, decía debían
“tener cuidado con ellas y ninguno debe conversar o simplemente andar con ellas
o comer de su mismo plato en la mesa”. Y, en una tercera regla, san Francisco
prohibió “enérgicamente a todos los hermanos entablar relaciones o consultas
sospechosas con mujeres y entrar en conventos femeninos”. El sínodo de París de
1212 dispuso trancar todas las puertas que parezcan sospechosas en las
estancias religiosas. El mejor sistema de vigilancia fue siempre hacer que los
monjes se confesaran constantemente: en los monasterios irlandeses de la
primera época, no menos de dos veces al día.
- Las infracciones se castigaban duramente. Los
libros penitenciales de comienzos de la Edad Media fijaban penitencia de tres
años para el monje que se acostaba con una muchacha; si lo hacía con una monja
le caían siete años; si cometía adulterio, diez años de penitencia, seis de
ellos a pan y agua; si la relación era incestuosa, doce años, seis de ellos a
pan y agua. En el caso de que dos religiosos se casaran, el papa Siricio, en
las primeras decretales llegadas hasta nosotros, ya exigía como expiación que
fueran “encerrados en sus habitaciones” a perpetuidad . Con motivo de una
apelación, el papa Zacarías –conocido “sobre todo, por su misericordia”– ordenó
en 747 que se arrojara a una mazmorra a los monjes y monjas que hubiesen roto
los votos, y que permanecieran allí, en penitencia, hasta su muerte. Pero las
precauciones, castigos y apaleamientos fueron inútiles; el libertinaje de los
frailes era tan proverbial y el refinamiento de su inmoralidad tan extremado
que algunos caballeros se enfundaban el hábito antes de irse a la aventura. Más
aún, el aislamiento de los conventos, la protección de la clausura y la
ociosidad, estimulaban más el desenfreno.
- En las iglesias se bailaba y se cantaban
coplas. Las tabernas vivían de los monjes, compañeros de bufones y prostitutas.
En Jutlandia los religiosos fueron expulsados o desterrados a perpetuidad por
su libertinaje; en Halle se pegaban revolcones con las jovencitas en una zona
del monasterio convenientemente apartada; en Magdeburgo, los monjes mendicantes
se beneficiaban a unas mujeres llamadas Martas. En Estrasburgo, los dominicos
disfrazados bailaban y fornicaban con las monjas de Saint Marx, Santa Catalina
y San Nicolás. En Salamanca, los carmelitas descalzos “iban de una mujer a
otra”. En Farfa, junto a Roma, los benedictinos vivían públicamente
amancebados. En un convento de la archidiócesis de Arlas, los ascetas que
quedaban convivían con mujeres como en un burdel. Los religiosos del
arzobispado de Narbona tenían mancebas; entre ellas, algunas mujeres que habían
arrebatado a sus maridos. Para convencer más fácilmente a las mujeres, los
padres les contaban que dormir con un fraile en ausencia del marido era un
medio para prevenir distintas enfermedades. Muchas veces les arrancaban favores
sexuales afirmando que el pecado con ellos era mucho más leve, cien veces menor
que con un extraño. En la región de los calmucos las mujeres preferían fornicar
con monjes justamente por razones religiosas. Por lo visto, les hicieron creer
que, después, participarían de su santidad.
- Tras escuchar sus confesiones, los monjes
mendicantes abusaban de las mujeres de nobles, comerciantes y campesinos,
mientras sus maridos estaban en la guerra, en sus negocios o en sus campos. Los
prelados poseían a monjas y viudas. Pero los abades como Bemharius, del
monasterio de Hersfeid, con frecuencia “superaban a todos con los peores
ejemplos”.
- Tenían hijos a montones: el abad Clarembaldo
de San Agustín, en Canterbury, tuvo diecisiete en una aldea; o se apareaban con
sus parientes más cercanos, como el abad de Nervesa, Brandolino Waldemarino,
que hizo asesinar a su hermano y se acostaba con su hermana.
- Aun a finales del siglo XVIII, los superiores
de algunos monasterios –como el abad Trauttmannsdorff de Tepl, en Bohemia– no
pisaban el convento o el coro en años y acudían a la iglesia generalmente sólo
en las grandes festividades, pero daban espléndidas fiestas y bailes en el
monasterio, servidos por lacayos, derrochando grandes patrimonios. Lo mismo
hacían, órdenes mendicantes como la de los franciscanos irlandeses, los
llamados hiberneses de Praga. En la celda de su guardián se bailaba y se
cantaba hasta la medianoche; daban banquetes en la sacristía, junto al altar
mayor, y mientras los hermanos mayores golpeaban brutalmente a los jóvenes, los
padres retozaban con las mujeres entre los viñedos.
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Los caballeros al servicio de María:
- Los caballeros de la Orden Teutónica
mostraron asimismo una espléndida vitalidad. Grandes exterminadores de Europa
oriental, hacían votos de castidad consagrando su vida “sólo al servicio de
nuestra señora celestial María” pero eran grandes amantes de casadas, vírgenes,
muchachas y, como podemos sospechar no sin fundamento, incluso animales
hembras. En el enclave de Marienburg los maridos apenas salían por las noches
de sus casas por miedo a que arrastraran a sus mujeres hasta la fortaleza y
abusaran de ellas. Una parte de la explanada del castillo se llamó durante
bastante tiempo “el suelo de las doncellas”, en recuerdo de las pasiones
sexuales de los caballeros espirituales. “Como resultado del sumario sobre la
casa de la Orden en Marienburg ha quedado probado que, con el subterfugio de
las confesiones, fueron sistemáticamente seducidas doncellas y casadas,
habiendo capellanes de la orden que llegaron al extremo de raptar a niñas de
nueve años”.